sábado, 4 de septiembre de 2010

Don't stop believing


La primera noche que pasé en Dublín conocí a unos chicos españoles mientras tomaba algo en una taberna. "Es la cuarta vez que vengo", dijo uno de ellos, "me encanta Dublín". Me sorprendió mucho. Llevaba un par de horas en la ciudad y, bueno, tampoco parecía prometer demasiado. Encima era muy cara. ¡Una cajetilla de tabaco 8.60 euros! ¡Pero bueno! Eso sí, la gente era extrañamente amigable. Lejos de tópicos de irlandeses borrachos que comen patatas. La gente era realmente simpática, agradable. No por nada, porque sí. Eso parecía a simple vista.

Al día siguiente, como cualquier buen turista que se precie, tour por la ciudad. "Bueno, está bientampoco es un sitio que me entusiasme", me dije. Un café en un local pequeñito, dejarse llevar entre el tumulto que abarrotan las calles que guardan las carísimas tiendas del centro, caminar sin rumbo en busca del mar (puente, puente, puente). "Está bien, pero ésto no da para mucho más", pensé.

Musica en directo en The Temple Bar

Entonces descubrimos The Temple. Luz más o menos ténue, música en vivo y cerveza (incluso buena si puedes pagarla). Dos guitarras y tres voces haciendo un repaso por lo mejor de la música Anglosajona, de los Beatles a Bob Dylan sin olvidar la nota de color con algo tradicionalmente Irlandés. Gente de todos los países charlando, riendo, bailando. Irlandeses conociendo franceses que hablaban con americanos que prestaban un cigarro a unos españoles que les presentaban a sus amigos argentinos que conocieron al pedir a unos belgas que habían acabado nadie sabe por qué con un brasileño. Junto a la barra se escucha, "otras dos pintas, por favor". Bromas de un camarero que ha servido muchas cervezas esa noche. Voces desafinadas dirigiéndose al escenario, cánticos ensusiastas ""Don't stop beleiving, hold on to the feeling".

Aprendí entonces que la magia de Dublín no está en un pirulí que se pierde en la negritud de la noche. Ni en una fábrica de cerveza que tiene un libro de records. Ni en la estatua de la que fuera la fulana del pueblo en tiempos pasados. Su encanto está en la gente, en el aire, en ese ambiente que te rodea y te hace sonreir como un idiota. En ese momento te paras a pensar ¿por qué no he descubierto yo este sitio antes? y entiendes por qué todo el que ha vivido Dublín quiere repetir la experiencia.

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