Sus opciones eran saltar o prenderse fuego. Había una tercera, la de rebuscar entre las ruinas de su vida para volver a levantarla. Pero las dos primeras eran menos dolorosas, sin duda, y Ella ya no era capaz de sacar fuerzas para arreglar nada más. El salto sería rápido, una milésima de segundo, a penas le daría tiempo a pensar o sentir nada. También el fuego pues, el dolor, se haría insoportable en instantes, perdería el conocimiento, y no volvería a despertarse nunca más. Pero dejaría aquello negro y lleno de ceniza, eso sí, y no era cosa de dar que limpiar a nadie, pues nadie más que ella era responsable de su desgracia.
Era una noche de luna clara, de esas en que el frío húmedo
cala tan profundo en los huesos que ni el mejor abrigo made in Siberia
es capaz de erradicar. Soplaba el viento sin vergüenza, ese orgulloso nordeste
que cuando quiere campa a sus anchas por el norte. Y entonces Ella subió, vete
tu a saber de qué manera, a lo más alto de la octava maravilla del mundo.
Estaba decidida a saltar. “Será frío, será rápido y apenas dolerá. Un segundo y
todo habrá acabado”, se decía mientras avanzaba, despacio, hacia el centro de
la pasarela.
Es curiosa la percepción del tiempo y el espacio cuando
está cerca del final: todo va a acabarse de forma inminente y, sin embargo, el
ambiente parece detenerse, como si los segundos quisieran convertirse en
minutos, y los minutos en horas, y las hora en algo más. Es difícil, también,
la partida que a algunos les toca jugar. Tanto, que Ella había decidido dejar
la suya a medias, convencida de no poder ganar con esas cartas.
En la mano sostenía dos reyes, un pito y un cuatro: una
familia que la quería, unos amigos maravillosos, una fallida relación, y unas
expectativas de trabajo nada esperanzadoras. Gracias Disney, gracias crisis. A
sus 28 años, con dos carreras, un master,
tres idiomas, experiencia laboral nacional y en el extranjero, y unas
vivencias que muchos las quisieran, se sentía vacía, frustrada, fracasada.
Creía que lo había intentado todo y no veía la forma de continuar. Había
seguido el plan pero nada había salido como esperaba, como le habían contado
que debía esperar. De repente, sin verlo venir, su oponente había
cortado antes del primer descarte y Ella, mano en esta ronda, no se sentía
capaz de envidar. Ni a la grande, ni a la chica. Con un par, sí, pero sin juego
alguno que le diera seguridad. “Seguro que tiene mejor mano”, pensaba para sí
con los pies ya colgando de la pasarela a más de 45 metros sobre el mar.
Respiró hondo y cerró los ojos un momento. Los abrió
después. Nada, silencio. La luna en su sitio y nadie por las calles. Tan solo
el mar desembocando en la ría. Pensó en aquel puente, orgullo de sus paisanos y
Patrimonio de la Humanidad. Imaginó al señor Elissague ideándolo sobre su enrome mesa de arquitecto. Una ralla aquí,
una línea allá. “Las péndolas, tengo que calcular bien el número de péndolas”,
se repetiría una y otra vez, o quizá no. “Las péndolas de acero son muy
importantes”, pensó Ella que siempre se recriminó no haberse hecho arquitecta o
ingeniera. Si así hubiera sido ahora tendría trabajo. Y, aún si no lo tuviera,
podría decir sin faltar a la verdad que era arquitecta, o mejor, ingeniera, y
al menos sería capaz de mirarse al espejo y sentir respeto por sí misma. Porque
sería arquitecta, o mejor, ingeniera, y no una triste juntaletras sin siquiera
un lugar donde caerse muerta.
Pensaba todo esto mientras los pies le seguían colgando de
la pasarela. Se veía la punta de las botas, rojas como la sangre, rojas como su
corazón. Se imaginaba el gran esfuerzo de los obreros que habrían levantado
aquella enorme estructura, los anónimos, esos a quien nadie pone nombre pues ni
hicieron carrera ni juntaron muchos duros. Imaginó cuan cansados llegarían a
sus casas al anochecer, puede que ni siquiera a tiempo de leer un cuento a sus
niños antes de dormir. Temió que, quizá, alguno hubiera caído durante la obra
en ese final de siglo XIX en que la seguridad laboral probablemente ni si
quiera era una signatura a tener pendiente.
A pesar de que esa noche no llevaba guantes sus manos
estaban calientes. En un ejercicio de perfecta simetría las dejaba caer a un
lado y a otro del cuerpo. La pasarela estaba dura pero podía sentir su
balanceo, el baile arrítmico de aquel gigante imponente cuyo travesaño fue a
caer un mal 17 de junio de 1937. ¿Cuánto dolor no habría costado a los
ingenieros reventar el paso más emblemático de Bizkaia? Maldita guerra
fraticida, cuándo odio, cuánta venganza, cuánta miseria humana revenida. Ella
era sólo una persona, como cualquier otra, pero más frágil, más débil, más
sola. Él una estructura sólida, firme, inmortal y, sin embargo, había caído
seriamente una vez. Ella aun no, pero estaba dispuesta a hacerlo. Claro que él se
había levantado con fuerza después y Ella, una vez dado el salto, ya no tendría
oportunidad de hacerlo.
Cuando se acerca el final la percepción del tiempo es
relativa. Ella, concretamente, la vivió extremadamente lenta. Sentía que
llevaba cinco minutos encaramada a aquel símbolo de su tierra y, sin embargo,
era la tercera vez que veía pasar la barquilla bajo sus ojos, abiertos,
grandes, profundos como el suspiro de la madre que espera que su hijo vuelva de
la mar. Pensó en su primer viaje de Portu a Las Arenas. Apenas contaba tres
años y también calzaba botas rojas, brillantes katiuskas con Snoopy
dibujado en el lateral. Su abuelo la llevaba de la mano y le contaba,
inventadas, las historias de los barcos que flotaban sobre el agua: “Aquel
pequeño viene de Bilbao. ¿Ves ese grande allí lejos? Trae petróleo. Y, hoy no,
pero este año cuando el Athletic gane la liga, la Gabarra, ¡veremos otra vez la
Gabarra!”. Su abuelo le había enseñado a soñar, a leer y también a jugar al
mus. “¿Qué haría él con estas cartas?”, se preguntó.
Entonces se dio cuenta. Había llegado la hora. Se levantó
con cuidado, con la delicadeza de una bailarina al sonar las primeras notas de
su melodía. Estaba de pie, en el centro exacto de la pasarela del imponente
Puente Colgante de Vizcaya. O Bizkaia. ¿Qué importa el nombre? Uno u otro sigue
siendo el mismo, tan bello, tan soberbio, tan útil. Pensó en el arquitecto, en
los obreros, en los ingenieros. En cómo se construyó, cómo se destruyó, y cómo
volvió a levantarse después. Pensó en su padre, en su madre, en su hermana, en
aquella familia que siempre la había apoyado, no sin quejarse, en todas y cada
una de sus empresas. Pensó en sus amigos de la infancia y en sus amigas de
Madrid, con quienes había compartido tantos ratos de lágrimas y sonrisas, de
katxis y cañas. Pensó en su abuelo y en las relucientes botas rojas de Snoopy.
Por último pensó en el mus y, por primera vez, lo tuvo
claro: amedrentarse ante las circunstancias con que la vida le había sentado a
jugar era de cobardes. Ella podría haber sido muchas cosas a lo largo de su
vida pero ninguna de ellas era cobarde y, en su última partida, no estaba
dispuesta a empezar a serlo. Acto seguido escupió el miedo al vacío, levantó la
cabeza y lanzó decidida un órdago a la grande. Mostraron sus cartas. Se
vio la jugada.
Al otro lado rey y tres pitos. Y Ella con miedo a verlo.
Después de todo dos reyes, pito, cuatro y una vida por delante no sonaba nada
mal mal. De hecho, bien pensado, resultaba bastante prometedor. Había tenido la
vista suficiente para no haberse hecho con una ridícula ristra de pitos.
“Jugador de chica, perdedor de mus”, río. Y, de aquella manera que nadie se
explica, volvió a bajar del puente convencida, ahora sí, de que en toda partida
con independencia de las cartas siempre hay una oportunidad para aquel que
tiene el coraje de verla.
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